Autor: Fernando Callejón
En algún momento de nuestra vida, quizás no todos, pero sí la mayoría,
sufrimos una enfermedad. El concepto que tenemos sobre ella no
es un pensamiento más. Es una creencia, la de estar
poseídos por una fuerza que no nos pertenece y que nos ataca. Si bien esta
creencia es universal, no todos la vivimos de la misma forma. En occidente, ha
sido reforzada por la presencia de un sistema médico que ha obtenido un gran
poder que lo ha legalizado colectivamente.
Podemos decir que la enfermedad es un invento. Como la luz
eléctrica. La luz siempre existió pero lo que hizo el hombre fue poder
manejarla y eso le dio poder. El malestar orgánico o emocional siempre existió
pero lo que hizo la medicina fue clasificarlo y eso le dio poder.
La creencia sobre la enfermedad no solo es la de una fuerza que nos
ataca sino que a partir de esa clasificación, es la de una fuerza que un grupo
de personas (los científicos-médicos) puede dominar. O por lo menos ostenta un
saber sobre ella y puede ejercer influencia sobre su evolución. Esta influencia
ha crecido desproporcionadamente en relación al saber.
Actualmente las llamadas enfermedades son desmesuradamente influenciadas
por la acción médica sin que haya un saber que sustente lógicamente esa
influencia. Se actúa sobre ellas sabiendo muy poco sobre el origen de
la enfermedad y mucho menos sobre el sentido de la misma.
Pensemos en un simple resfriado. Se atribuye a un virus pero no se lo
combate a él sino al resfriado. Se lo trata de abortar. Se usan
antihistamínicos para que las secreciones disminuyan y muchas veces
antibióticos porque se habla de alergias bacterianas o complicaciones
infecciosas imposibles de comprobar.
Esta metodología que influencia el curso de la enfermedad se basa en la
misma teoría que sostiene que el sol gira alrededor de la tierra; la
observación superficial de un fenómeno sin preguntar nada sobre las
características del objeto sobre el cual el fenómeno actúa.
Si la física dependiera de los médicos, hoy seguiríamos creyendo que a la
mañana el sol está en el este porque a la tarde giró alrededor nuestro.
Pensemos en un tumor. Un pedazo de carne que sobra. Los métodos médicos que
influencian su destino se basan en la misma teoría de observación superficial y
de ausencia de preguntas sobre las características del sujeto enfermo. El
pedazo de carne está de más y hay que eliminarlo. Si no se puede con cirugía,
se arrasa con drogas o radiaciones.
Los físicos no manejan la medicina y los médicos terminan por creer que una
resonancia magnética es una observación profunda. Se sigue observando el
fenómeno y no la naturaleza ni el sentido del fenómeno.
Es así que ahora hay dos creencias: el malestar es una fuerza
que viene de afuera y se puede influenciar sobre esa fuerza con
un saber que se llama científico.
Volvamos al resfriado. Pensemos que quizás no es un virus el que lo produce
(la fuerza externa) sino que es una de las formas que tiene el organismo de
descargarse de una tensión que lleva demasiado tiempo acumulada. No hay fuerza
externa. Los virus ya estaban y uno no se contagia de nadie sino que son ellos
los que comandan esta forma de descargarse. Esto no significa que no haya virus
extraños al organismo y éste intente rechazarlos porque no los reconoce. Los
virus son cadenas de información y si traen una información extraña e
irreconocible, el organismo se niega a aceptarla y se produce el rechazo de la
misma.
Pero esto no es lo que ocurre en un resfriado común. Allí hay problemas
territoriales y las mucosas se inflaman para obstruir las narinas y no respirar
el mismo aire que el enemigo. Los bronquios expulsan moco para escupir al
invasor. Los músculos duelen para retirarse de la lucha. Y allí los virus son
excelentes colaboradores para generar este estado inflamatorio que si bien es
molesto, logra que el ser vivo se aísle y recupere su bienestar.
La medicina en lugar de entender esto, ataca los síntomas para que el
sujeto vuelva a la cadena de producción lo más pronto posible. Los médicos se
comportan como aliados de un poder que exige productividad sin interesarse por
la verdadera recuperación del cuerpo enfermo. El paradigma del agente externo
como causa siempre presente de la enfermedad sirve a los mismos fines. Si
hay un agente externo debe haber un poder que lo pueda combatir. Y ese poder es
la científica medicina.
Quizás si esto hubiera quedado allí, tendríamos esperanzas de salir de esa
trampa. Pero lamentablemente, la influencia de la acción médica sin un
saber lógico que la sustente, generó tantos nuevos saberes vacíos, que
estamos atrapados en una red que se retroalimenta de otras disciplinas y de
otros saberes. La religión, la filosofía, la psicología, aportan nuevos saberes
a esta interminable creencia de la enfermedad como fuerza externa y a la
existencia de un grupo que tiene un saber sobre ella. Escuchamos conceptos que
parecen valiosos: -Debemos aceptar la enfermedad si vamos a luchar contra
ella.- -La enfermedad es poderosa pero más poderosa es la salud-. -La salud es
el silencio de los órganos-. -La enfermedad es un mal que debemos saber
combatir-. ¿Quién podría negar el valor de esas frases? Sin embargo, no sirven
de nada. Son saberes que se basan en una creencia vacía. Y no porque no se
pueda defender esa creencia. Sino porque ya no sirve más.
En este contexto, nos han quitado la libertad de elegir. En la
historia de la humanidad, siempre hubo bandos, romanos y griegos, árabes y
españoles, buenos y malos, perversos y normales, nazis y judíos. El ser humano
podía optar, aún cuando esa opción fuera equivocada. Ahora es imposible elegir
ya que se trata de nosotros o los virus, enemigos invisibles que destruyen a
todos, sin excepción. Las organizaciones mundiales encargadas de la salud
avisan que futuras pandemias son inevitables y elaboran mapas con colores cada
vez más intensos y tenebrosos. La humanidad toda enfrenta al enemigo invisible
y no hay opción. Por primera vez, en cientos de años, se está tomando
conciencia que no es la tierra la que está en peligro sino esta especie que se
ha creído excepcional y que ahora viene a enterarse que su desaparición es
posible.
La génesis de Adán y Eva ya no calma los temores de una especie que ha
inventado el concepto de enfermedad y ahora el concepto en sí mismo la está
arrasando. La fuerza externa que nos viene a destruir supera ampliamente el
saber autorizado del grupo de personas que la combate. El concepto se escapó de
las manos y tiene vida propia. La gente ya no se muere de la enfermedad
sino del miedo que el concepto inventado le genera. El miedo no da
tiempo a que la enfermedad actúe y nos mate ya que crea por sí mismo una
realidad mortal.
Así lo relata el cuento sufí:-Un sabio sentado en la cumbre de una montaña,
ve pasar una sombra y pregunta: ¿Quién eres?. La sombra le contesta -Soy la
peste-. ¿Adonde te diriges? -A matar mil personas de ese poblado-. Bueno, ve y
mata. A los pocos días, el sabio se encuentra con un hombre y le pregunta ¿De
donde vienes? - Huyo de aquel poblado que ha sido atacado por la peste y ha
matado treinta mil personas- Bueno, ve y huye. A las pocas horas, vuelve a
pasar la sombra y el sabio lo detiene. Oye tú, me has engañado, dijiste que
matarías mil personas y has matado treinta mil. ¿Por qué? La peste le responde-
No es cierto, yo solo maté mil personas, el resto, murió de miedo.
Como médico he presenciado muchas veces el fenómeno de una persona que en
pleno estado de salud y por hallazgos casuales (pruebas de rutina o un médico
demasiado inquisidor) ha sido diagnosticada de un tumor en hígado, pulmón o
mama. A los pocos días de ese hallazgo, el estado de salud había empeorado
dramáticamente. He visto a algunas personas morir en poco tiempo luego
del diagnóstico. Eso es miedo, no es cáncer. Ese es el concepto
que se le ha escapado de las manos al grupo de científicos que ostenta el
supuesto saber de la enfermedad. Y ese concepto se ha desbordado y ha
creado una realidad autónoma entre otras cosas, porque se ha colectivizado. Se
ha vuelto un saber popular.
¿Quien no ha escuchado alguna de las siguientes frases?: -El cáncer de
páncreas, cuando te lo diagnostican ya es demasiado tarde-; -la quimioterapia
te mata las células malas pero también las buenas-; -yo sé que me voy a morir,
lo que no quiero es sufrir-; -nunca conocí a nadie que se salvara-; -la
enfermedad avanza-; -hay que hacer algo- y tantas otras.
El saber colectivo sobre la enfermedad no se
diferencia mucho del saber de los médicos, muchos de los cuales jamás se harían (y lo dicen
públicamente) el tratamiento que le indican a los pacientes. Actualmente se
escuchan muchas voces que cuestionan este concepto de la enfermedad pero la
mayor parte de las veces son ignoradas, reprimidas o tergiversadas.
Es en este contexto que debemos dejar de pensar en nuevos
instrumentos contra la enfermedad para comenzar a pensar en un nuevo concepto
de la enfermedad.
Se gastan miles de millones de dólares en investigar y producir drogas cada vez
más nocivas para la salud de la humanidad y no cesan de aparecer variantes de
la misma enfermedad que no responden a esas drogas o las llamadas nuevas
enfermedades sobre las que ni siquiera se tiene alguna droga con la que
experimentar. La ciencia se nota perdida y actúa sin lógica. Solo intenta
sacarse de encima un problema inmediato sin pensar en las implicancias futuras
de su proceder. No interactúa con el resto de la sociedad que mira azorada la
injusticia del poder del que participa. El gobierno que invierte doscientos mil
millones de dólares anuales en productos farmacéuticos es el mismo que gasta
tres millones de dólares por minuto en armas, mientras deja morir quince niños
de hambre en esa misma cantidad de tiempo. La ciencia médica usa el
mismo presupuesto manchado de sangre e injusticia. Y en esa confusión
trata a los virus con la misma filosofía del gobierno que la sustenta: usa armas
mortales.
Es justamente ese nuevo concepto de la enfermedad, el que nos
va a permitir salir del atolladero en el que el viejo concepto nos ha metido. Si
luchamos contra la enfermedad, luchamos contra el mensaje que pretende
curarnos. Cuando una mujer se nota un bulto en la mama, debe parar
toda actividad y preguntarse qué le viene a decir ese bulto. Y si no lo sabe,
debe recurrir a alguien que la ayude a interpretar ese mensaje. No debe salir
corriendo en busca de ese personaje que detenta un saber sobre la enfermedad
porque eso la cristaliza en el viejo concepto. Y a partir de allí, solo puede
esperar que se instale una guerra en su cuerpo. Y el bulto no vino a declarar
la guerra sino a evitarla. Y no es que no debe hacer nada o curarse
psicológicamente. Debe instalar la paz en su vida porque el
bulto así se lo está exigiendo. Y eso no es poco pero es mucho más de lo que la
medicina pretende con su viejo concepto de instalar una guerra entre el cuerpo
de esa mujer y -el cuerpo de esa mujer.
Los poseedores del saber sobre la enfermedad se escandalizarán ante
semejante propuesta. -¡No hay tiempo que perder!; ¡Si no actuamos ahora, su
vida corre peligro!- Y comenzarán a citar estadísticas no solo fraudulentas
sino aterradoras. Algunos optarán por hablar de los adelantos de la ciencia y
nos citarán con absoluta seriedad, los anticuerpos monoclonales, los hibridomas
y la fusión entre los linfocitos B y los tumores. Suenan orgullosos de saber
tanto. Y es un saber vacío porque es eficaz contra el único mensaje que
pretende curarnos. Pero además es un saber corrupto, montado en la sangre de
millones de seres humanos, que en lugar de salvar sus vidas, las pierden
definitivamente. No es una lucha entre los que saben y los que no sabemos. Es
una lucha entre dos conceptos; el de una humanidad que se destruye
a sí misma y el de una humanidad que pretende sobrevivir.
La mujer del bulto en la mama deberá elegir y optar por quimioterapia,
radioterapia y cirugía y así seguir avivando el viejo concepto que nos está
destruyendo o podrá hacer un verdadero cambio en su vida y dejar de sufrir por
su hija que la ignora o por su esposo al que no ama. En ese cambio, habrá
entendido el mensaje de ese bulto que viene a decirle: -¡No pongas más el
pecho!; ¡Deja de ser madre y acepta ser mujer!; ¡Libérate de ese hombre al que
no amas!--¿Pero quien me da las garantías de que el bulto no crecerá o que sus
células se irán a mi cerebro o a mis huesos?-, dirá la mujer envuelta en las
informaciones científicas pero a la vez en la realidad de conocer a tanta gente
que sigue ese camino. -Nadie-se le responde-absolutamente nadie-. Desde el viejo
concepto (la enfermedad como fuerza que nos destruye), se le citarán
estadísticas sobre lo que le podría pasar si no hace lo que el grupo que sabe
le dice que haga. Desde el nuevo concepto (la enfermedad como mensaje
para sobrevivir), se le pedirá confianza en que si hace los cambios que
debe hacer, se curará. No parece ser muy interesante la opción. Es así que la
mayor parte de la gente opta por intentar hacer las dos cosas o parte de ellas
o casi ninguna de ellas. O lo que sucede con frecuencia, opta por el viejo
concepto y cuando ya no obtiene respuesta de él, se vuelca al nuevo concepto.
¡Cuánto miedo!
Filosóficamente, cualquiera de estas opciones viola uno de los principios
en los que se funda la realidad, el de la no contradicción: -Una cosa no puede
ser y no ser a la vez-. Llamativamente, buena parte de los médicos del viejo
concepto están apoyando estas opciones como si con ello colaboraran con la salud
del paciente. Sin embargo, esa es la realidad. El psicoterapeuta Mario
Litmanovich dice claramente -¡Necesitamos médicos sin miedo!; esa es la
única manera de salir del atolladero-. Creo también que necesitamos
pacientes sin miedo.
Es desde este lugar que proponemos el milagro de la curación.
Milagro viene del latín y su origen es "asombrarse". Curación
proviene de "cuidado". De eso se trata. El asombro de
cuidarnos. De protegernos, de no quedarnos solos y sentir miedo. Allí
aparece el asombro. Todos estamos entrelazados y somos la humanidad. No
somos el paciente enfermo. Somos la humanidad enferma. Y entonces
aparece el cuidado. La necesidad de tratarnos como almas, no como
cáscaras.
El médico alemán Hamer repetía en sus seminarios una presentación que
siempre culminaba con una frase: -Necesitamos médicos de manos
calientes que hagan de la medicina un acto sagrado-. Allí estaba el centro
de su propuesta. Sagrado siempre es citado como originado en sacrificar pero el
sacre es un ave de rapiña. Y así se llamaba al halcón en épocas antiguas. Un
ave sagrada cuyas uñas retorcidas le permiten sobrevivir hasta que madura y se
vuelven inútiles. Allí debe tomar la decisión de arrancárselas con el pico si
pretende sobrevivir. Si lo hace, vive una nueva vida, una nueva oportunidad de
ser joven y sagrado. El milagro de curarnos es eso. Volver a nacer
fuera de nuestros roles y percibirnos como almas que se relacionan con almas. Dejar
de ser hijos, esposos, madres, padres, médicos, abogados, exitosos, fracasados
o perversos. Y renacer como almas con cuerpos que son usados, no descuidados. Para
ello, estamos acá. No para descubrir vacunas sino para tomar conciencia: de lo
que somos y hacia donde vamos.