Los peligros de la
obediencia*
Stanley
Milgram**
Resumen: Artículo considerado un clásico en el
ámbito de la psicología social, describe los resultados de la
investigación realizada por su autor en los años sesenta del siglo pasado, los
que muestran que una considerable mayoría de personas normales, en acatamiento
a la autoridad, pueden realizar conductas éticamente reprobables que causan
daño a otros. Estas conclusiones confirman, experimentalmente, la hipótesis de
la Escuela de Frankfurt de que existe en todos nosotros una dimensión
autoritaria de la personalidad, que en la mayoría de las personas genera una
obediencia incondicional a la autoridad.
Palabras
clave: autoridad,
sumisión, obediencia.
Abstract: The article, considered a classic in the scope of social
psychology, describes the results of an investigation carried out by the author
during the sixties of the past century, whose results show that a substantial
majority of normal people, in obeying authority, can carry out conducts
ethically reprehensible, which harm others. These
conclusions confirm, experimentally, the hypothesis of the School of Frankfurt
which states that, in all of us, a dimension of authoritarian personality is
found, that in most people produces an unconditional obedience to an authority.
Key words: authority, submission, obedience.
* * *
El conflicto inherente a
la sumisión a la autoridad es viejo; tan viejo como la bíblica historia de
Abraham, a quien Dios ordenó sacrificar a su hijo en prueba de su fe. Y la
cuestión de si hemos de obedecer los mandatos que chocan con nuestra conciencia
ha sido debatida por Platón, dramatizada en la Antígona de
Sófocles y analizada filosóficamente en casi todas las épocas de la historia.
Los filósofos conservadores sostienen que la desobediencia atenta contra la
misma trama de la sociedad, mientras los humanistas recalcan la primacía de la
conciencia individual.
Los aspectos legales y
filosóficos de la obediencia son trascendentes en alto grado, pero nos aclaran
muy poco en el comportamiento de la mayoría de las personas enfrentadas a
situaciones concretas. En la Universidad de Yale preparé un sencillo experimento
para averiguar cuánto dolor infligiría un ciudadano común a otra persona
simplemente porque un experimentador le ordenara hacerlo.
En el plan básico del
experimento, van dos personas al laboratorio de psicología para tomar parte de
un estudio sobre la memoria y la capacidad de aprender. A una se le llama
“profesor” y a la otra se le denomina “alumno”. El director del experimento les
explica que el estudio versa sobre los efectos del castigo en el aprendizaje.
Después, el “alumno” es llevado a una habitación donde lo sientan en una
especie de silla eléctrica en miniatura; le amarran los brazos con correas para
que no se mueva mucho y le ponen un electrodo en la muñeca. Se le dice que
leerá unas listas de pares de palabras, y que después probarán su memoria para
recordar la segunda palabra de cada par cuando le repitan la primera. Por cada
error que cometa, recibirá una descarga eléctrica de intensidad
creciente.
El experimento, sin
embargo, se centra en el “profesor”. Después de presenciar cómo sujetan al
alumno en la silla, se sienta delante de un imponente “generador de descargas”.
El tablero del instrumento tiene 30 interruptores de palanca con el voltaje
marcado en cada uno:15 a 450 voltios. Además, está escrita la descripción de
los efectos: Choque ligero a Choque moderado, Choque fuerte, Choque muy
fuerte, Choque intenso, Choque de intensidad extrema y por fin, Peligro:
Choque grave.
A cada sujeto de la
prueba se le da una descarga de 45 voltios antes de que asuma el papel de
profesor, para que se convenza de la autenticidad de la máquina generadora.
La
conciencia en ejercicio
El profesor es un sujeto
auténticamente ingenuo que acudió al laboratorio en respuesta a un anuncio
publicado en un diario local, solicitando voluntarios para un experimento
científico sobre la memoria. El “alumno” o víctima es en realidad un actor que
no recibe ninguna descarga. El meollo del experimento consiste en averiguar
hasta dónde llegará una persona en una situación concreta y mensurable en que
se le ordena provocar un dolor creciente a una víctima que protesta.
El conflicto se plantea
cuando el hombre que recibe la descarga empieza a mostrar su molestia. A los 75
voltios refunfuña; a los 120 se queja en voz alta; a los 150 pide que dejen de
probar con él. Cuando aumenta el voltaje, sus protestas son más vehementes y
emocionales. A los 285 voltios lanza un grito de agonía. Poco después no emite
ni el menor ruido.
El “profesor” llega
enseguida a una tensión crispante. Para él, no es un juego: el conflicto
es intenso y evidente. El manifiesto sufrimiento del discípulo le empuja a
abandonar la prueba. Pero cada vez que duda en administrar una descarga, el
experimentador le ordena seguir. Para zafarse de su compromiso, el sujeto debe
romper decididamente con la autoridad.
Varios de los sujetos del
experimento (aunque fueron la minoría) rompieron el vínculo y se negaron a
seguir, según vemos en este diálogo:
“Alumno”: Sáqueme de aquí. Le dije que ando mal del corazón y
estoy empezando a sentir trastornos. Sáqueme de aquí, por favor.
“Profesor”: Creo que primero debemos averiguar si algo anda
mal.
Experimentador: (Vestido con bata de técnico): Como he explicado,
los choques pueden ser dolorosos, pero no encierran peligro.
“Profesor”: Mire usted: no sé una palabra de electricidad, pero
no seguiré adelante hasta averiguar si este hombre está bien.
Experimentador: Es absolutamente esencial que usted continúe. No
tiene alternativa.
“Profesor” ¡Ya lo creo que la tengo! La primera es no seguir,
si yo creo que le estamos haciendo daño.
Este hombre cumplió
realmente lo que esperábamos de la gente en tal situación. Hace aparecer la
desobediencia como acto racional y sencillo. Pero la mayoría de los sujetos
respondieron de otra forma a la autoridad. Es típica la siguiente respuesta: “Este
hombre está enfermo del corazón. ¿Quiere usted que siga, a pesar de
todo?” Y cuando el experimentador le contestó: “Continúe, por
favor” el “profesor” siguió obedeciendo, aunque sin dejar
de objetar. El sujeto de la prueba dice una cosa, pero su conducta dice otra.
Un
resultado inesperado
Antes de iniciar los
experimentos pedí que me predijeran los resultados a varios tipos de personas:
psiquiatras, estudiantes, profesores universitarios, y trabajadores comunes.
Con notable parecido en sus previsiones, supusieron que virtualmente todos los sujetos
se negarían a obedecer al experimentador. Los psiquiatras, en concreto,
vaticinaron que la mayoría no pasaría de los 150 voltios, cuando la víctima
pidiera explícitamente que la dejaran irse. Esperaban que sólo cuatro por
ciento llegarían a los 300 voltios, y que únicamente un margen patológico de
uno entre 1.000 administraría la descarga máxima del tablero.
Tales predicciones
resultaron claramente erradas. De los 40 sujetos del primer experimento, 25
obedecieron hasta el final de las órdenes del experimentador, castigando a la
víctima con la máxima descarga posible del generador. Después de tres choques
de 450 voltios, el director del experimento ordenaba suspender la sesión.
Muchos de los que habían obedecido exhalaban suspiros de alivio, se limpiaban
las sienes, se restregaban los ojos o sacaban torpemente un cigarrillo. Otros
mostraban un mínimo de tensión desde el principio hasta el fin.
En los comienzos mismos
del experimento se usaron como sujetos a estudiantes de la Universidad de Yale,
y aproximadamente 60 por ciento de ellos obedecieron en todo. Uno de mis
colegas enseguida invalidó estos resultados, considerando que no eran
aplicables a la gente “común”, pues, según él, los universitarios de Yale eran
sumamente agresivos e inclinados a competir. Me aseguró que obtendríamos
resultados muy diferentes cuando probáramos con la gente “común.”
Pero, pasamos de los
estudios de prueba a los experimentos regulares, tomando personas de todos los
estratos sociales de la ciudad vecina: profesionales, empleados, trabajadores
cesantes y obreros industriales. El resultado del experimento fue el mismo que
habíamos observado entre los estudiantes.
Además, se repitieron los
experimentos en Alemania, Italia, Sudáfrica y Australia, y el grado de
obediencia resultó siempre algo mayor que el
hallado en la investigación de que se habla en este artículo. El experimentador
de Munich comprobó que 85 por ciento de sus sujetos obedecieron.
Papel del
instinto de agresión
En una interpretación
teórica de esta conducta se afirma que todos llevamos muy dentro instintos
agresivos que pugnan por expresarse, y que el experimento sirve para
justificar, dentro de una institución, el dar rienda suelta a esos impulsos.
Según la teoría citada, cuando se pone a una persona en situación de dominio
total sobre la otra a quien puede castigar a su albedrío, saldrán a relucir todas
las inclinaciones sádicas y bestiales del hombre. Se considera que el impulso
de dar descargas a la víctima nace de los fuertes instintos de agresión
que forman parte de los móviles de la voluntad individual. Como el experimento
da legitimidad social a esos instintos, lo que hace es abrirles simplemente la
puerta para que se manifiesten.
Es de vital importancia,
por tanto, comparar la conducta del sujeto cuando está sometido a
órdenesy cuando se le permite elegir la intensidad de las
descargas.
El procedimiento seguido
para ello fue idéntico al del experimento normal, si bien se advirtió al
“profesor” que podía escoger libremente cualquier nivel de descarga en
cualquiera de las pruebas. (El experimentador cuidaba mucho de advertir al
profesor que podía aplicar las intensidades mayores, las menores o las
intermedias, o combinar unas con otras). Cada sujeto procedía a hacer 30
pruebas críticas. Las protestas del “alumno” estaban coordinadas uniformemente
según el nivel de los choques: el primer refunfuño, a los 75 voltios; la
primera protesta vehemente, a los 150.
La intensidad media de
las descargas hechas durante las 30 pruebas críticas fue menor de 60 voltios,
esto es, por debajo del nivel en que la víctima mostraba los primeros signos de
incomodidad. Tres de los 40 sujetos no pasaron del grado más bajo del tablero:
28 no llegaron a más de 75 voltios, 38 no siguieron después de oír la primera
protesta ruidosa, a los 150 voltios. Dos de los sujetos fueron la excepción,
pues administraron hasta 325 y 450 voltios, pero el resultado, en conjunto, fue
que la gran mayoría de las personas dio choques muy leves, en general
indoloros, cuando la elección de la intensidad dependía explícitamente del
“profesor”.
Esta circunstancia del
experimento quita fuerza también a otra explicación comúnmente propuesta de la
conducta de los sujetos: que los autores de las descargas más intensas contra
las víctimas proceden sólo de la minoría marginal de sádicos de la sociedad. Si
consideramos que casi dos tercios de los participantes cae en la categoría de
sujetos “obedientes”, y que representaba gente común tomada de las clases
trabajadoras, administradoras y profesionales, el argumento resultará
desechable. Es más, recuerda mucho el problema que se suscitó cuando Hanna Arendt
publicó en 1963 su libro Eichmann en Jerusalén. La
Arendt afirmaba que el esfuerzo del fiscal para pintar a Adolf Eichmann
(encargado del programa nazi de deportación de los judíos y otros pueblos
hasta los campos de exterminio) como un monstruo sádico fue un error en lo
fundamental, pues el antiguo funcionario hitleriano era más bien un burócrata
sin imaginación que se limitaba a cumplir su trabajo desde el escritorio.
La autora del libro fue
objeto de escarnios y aún de calumnias. Por una u otra razón, la gente suponía
que las monstruosidades ejecutadas por Eichmann tenían que venir de una persona
brutal, retorcida, encarnación de la maldad. Después de ver cientos de personas
comunes y corrientes someterse a la autoridad en nuestros propios experimentos,
debo colegir que la concepción de la Arendt sobre la trivialidad del mal se
acerca a la verdad más de lo que uno osaría imaginar. La persona ordinaria que
sometía a descargas eléctricas a su víctima lo hacía por un sentido de
obligación (impresión de sus deberes como conjunto) y no por una peculiar
tendencia agresiva. Esta es, quizá, la lección más fundamental de nuestro
estudio: al desempeñar sencillamente un oficio, sin hostilidad especial
de su parte, el hombre común puede convertirse en agente de un proceso
terriblemente destructor.
Además, aunque los
efectos destructivos de su trabajo se revelen con claridad meridiana, si se les
pide que realicen actos incompatibles con los principios fundamentales de la
moral, relativamente pocas personas tendrán los recursos interiores necesarios
para oponerse a la autoridad.
La etiqueta
de la sumisión
Muchos individuos se
rebelaban en cierto modo contra lo que hacían al “alumno”, y muchos
protestaban, aunque obedecían. Algunos creyeron firmemente que obraban mal,
pero no se resolvieron a romper con la autoridad. A menudo buscaban
justificarse considerando (en su fuero interno al menos) que estaban al lado de
los buenos. Trataban de aliviar su tensión obedeciendo al experimentador, pero
“solo un poco”, dando ánimos al “alumno” conectando delicadamente los
interruptores del generador. Al entrevistarlos, los que así procedían solían
insistir en que habían sido “humanitarios”, administrando las descargas durante
el menor tiempo posible. Les fue más fácil resolver así su conflicto que
rebelarse contra las órdenes.
La situación se prepara
de tal forma que el sujeto no puede suspender las descargas al “alumno” sin
violar el cometido que le definió el instructor. Teme parecer arrogante y rudo
si abandona su deber. Y, aunque estas emociones inhibidoras parezcan menores en
comparación con la violencia ejercida sobre el “alumno”, impregnan la mente y
los sentimientos del sujeto que se angustia ante la perspectiva de tener que
repudiar a la autoridad cara a cara. (Cuando se varió el experimento para que
el experimentador diera sus instrucciones por teléfono, sólo un tercio de los
sujetos obedeció hasta los 450 voltios). Es curioso que, entre las fuerzas que
impiden romper el vínculo de obediencia, en el sujeto obre esa especie de
“compasión” o resistencia a “lastimar” los sentimientos del experimentador.
Retirarle esa consideración puede ser tan doloroso para el sujeto como para la
autoridad que desafía.
Responsabilidad
de las propias acciones
Lo esencial de la
obediencia es que una persona llega a considerarse instrumento para realizar
los deseos de otra, y por tanto deja de creerse responsable de sus propios
actos. Una vez producida esta variación de perspectiva, se siguen todos los
caracteres esenciales de la obediencia. El resultado más trascendental es que
la persona se considera responsable ante la autoridad que la dirige, pero no
del contenido de los actos que le ordenan ejecutar. No desaparece la moralidad,
sino que toma un foco radicalmente diferente: la persona subordinada siente
orgullo o vergüenza, según haya desempeñado bien o mal el cometido que le
encargó la autoridad.
Hay muchas palabras en el
idioma para definir ese tipo de moral: lealtad, deber, disciplina, expresiones
todas ellas saturadas de sentido moral, que hacen referencia al grado en que
cumpla una persona sus obligaciones ante la autoridad. No sólo se refieren a la
“bondad” de la persona, sino a la suficiencia con que el subordinado desempeña
el papel que le haya asignado la sociedad.
La razón que aducen con
más frecuencia en su defensa los individuos que han cometido alguna acción
nefanda por órdenes superiores es afirmar que lo hicieron en cumplimiento de su
deber. Al defenderse así, no están alegando un pretexto que se les ocurre de
momento, sino hablando sinceramente, pues tal actitud psicológica es resultado
de su sumisión a la autoridad.
Para que una persona se
sienta responsable de sus actos, tiene que sentir que su conducta emana de su
“yo”. En las situaciones que hemos estudiado, los sujetos tenían precisamente
la noción contraria de sus acciones: creían que nacía de los motivos de alguna
otra persona. Muchos sujetos de los experimentos dijeron: “ si hubiera
dependido de mí, no habría administrado descargas al alumno”.
Aunque el conflicto entre
la conciencia y el deber produce tensión, intervienen mecanismos psicológicos
que ayudan a aliviarla. Por ejemplo, algunos individuos cumplen en grado
mínimo: tocan muy ligeramente el interruptor del generador. Para ellos, eso
demuestra que son buenas personas sin dejar de ser obedientes. Algunas
discutían con el experimentador, aunque sus objeciones no necesariamente los
inducían a la desobediencia: más bien sirven a menudo como mecanismo
psicológico, definen al sujeto, ante sus propios ojos, como persona que se
opone a las crueles órdenes del experimentador, y al mismo tiempo reducen la tensión
y le permiten obedecer. Muchas veces pudimos ver que la persona se abstraía en
los pormenores del experimento, pues así no pensaba en las consecuencias de lo
que hacía.
Variaciones
de autoridad
Una vez singularizada la
autoridad como causa de la conducta del sujeto, es válido inquirir cuáles son
los elementos necesarios para que haya autoridad y cómo ha de percibirse ésta
para que el sujeto la acate. Hicimos algunas investigaciones de los cambios que
pudieran reducir el ascendiente del experimentador e impulsar al sujeto a la
desobediencia. Algunas variantes revelaron que:
La presencia
material del experimentador tiene un claro efecto sobre su autoridad. Como ya dijimos, la obediencia bajó bruscamente
cuando se dieron las órdenes por teléfono. Muchas veces el experimentador pudo
impulsar a un sujeto desobediente volviendo al laboratorio.
La autoridad en conflicto
paraliza seriamente la acción. Cuando
los experimentadores de igual categoría, sentados ambos en la mesa de mando,
daban órdenes contradictorias, no se administraron más descargas superiores a
la intensidad donde se produjo el desacuerdo.
La rebeldía de otros
socava gravemente la autoridad. En una de
las variantes, tres “profesores” (dos eran actores y el otro era sujeto del
experimento) detectaron errores y dieron choques eléctricos. Cuando los dos
actores desobedecieron al experimentador y se negaron a administrar descargas
superiores a cierto nivel, 36 sujetos, entre 40, se unieron a la desobediencia
de sus compañeros “profesores”.
Es importante señalar que
en nuestros trabajos la autoridad del experimentador era débil, puesto que no
tenía casi ninguno de los recursos de represalia disponibles en las
situaciones ordinarias de mando. Por ejemplo, el experimentador no amenazaba a
los sujetos con castigos por desobedecer (como es la pérdida de ingresos,
ostracismo de la comunidad o cárcel). No podía ofrecerles incentivos. Esperábamos
que la autoridad del experimentador fuera mucho menor, por ejemplo, que la de
un general, un patrono e incluso un profesor que tuviera atribuciones para
imponer sus órdenes. Y pese a estas limitaciones, todavía lograba un grado
alarmante de obediencia.
Citaré una última
variante que describe un conflicto común en la vida diaria. En este experimento
no se mandaba al sujeto que conectara el interruptor para dar el choque
eléctrico a la víctima, sino simplemente que desempeñara una tarea auxiliar
(hacerle la prueba de las parejas de palabras) mientras otra persona
administraba las descargas. En esta situación 37 de 40 adultos (aproximadamente
el 90 por ciento) siguieron haciendo las preguntas de la prueba hasta la máxima
intensidad del generador. Como era de esperar, excusaron su conducta diciendo
que la responsabilidad recaía en el hombre que conectaba el interruptor.
Esto puede ser ejemplo de una peligrosa característica de las sociedades
complejas: es fácil pasar por alto la responsabilidad cuando uno es solamente
un eslabón intermedio de una cadena de actos.
El problema de la
obediencia no es exclusivamente psicológico. La forma y figura de la sociedad,
y la manera en que se desarrolla, tiene mucho que ver en él. Claro es que todas
las sociedades deben inculcar hábitos de obediencia en sus ciudadanos, puesto
que no puede haber sociedad donde no exista alguna estructura autoritaria.
Aprendemos la obediencia en la vida familiar y en la escuela, pero sobre todo
cuando empezamos las relaciones de trabajo. Cuando ingresa en una oficina, una
fábrica o el ejército, el individuo tiene que ceder por fuerza cierta dosis de
criterio personal para que aquellos sistemas más extensos puedan funcionar
eficientemente. En estas situaciones de trabajo no se considera uno responsable
de sus propias acciones, sino agente que pone por obra los deseos de otra
persona.
Quizás haya habido
una época en que las personas podían responder en forma
plenamente humana a cualquier situación por estar inmersas por completo en ella
como seres humanos. Pero las cosas cambiaron en cuanto hubo división
del trabajo. Pasado cierto límite, la desintegración de la
sociedad en grupos de gente que desempeña labores reducidas y muy especiales
mengua la calidad humana del trabajo y de la vida. La persona no logra abarcar
la situación completa, sino sólo una parte de ella y, por consiguiente, no
puede obrar si no se le señala alguna dirección global. Se entrega a la
autoridad, pero con ello se enajena de sus propios actos.
Hasta Eichmann se
enfermaba al visitar los campos de exterminio, pero durante casi todo el tiempo
estaba sentado ante un escritorio escribiendo órdenes. El hombre que, en el
campo de concentración, echaba el Ciclón-B en las cámaras de gas podía
justificar su conducta diciendo que se limitaba acumplir órdenes superiores.
Así, existe una fragmentación del acto humano total; nadie se enfrenta a las
consecuencias de haber decidido ejecutar un acto infame. La persona que asume
la responsabilidad se ha evaporado. Quizá sea éste el rasgo más común del
mal socialmente organizado en la sociedad moderna.
Pero las implicaciones de
nuestro estudio se aplican igualmente en situaciones menos extremas. Así, el
conflicto entre conciencia y autoridad sólo en cierta medida es un problema
filosófico o moral. Muchos sujetos del experimento comprendían, por lo menos en
el plano teórico de los valores, que no debían seguir, pero no fueron capaces
de traducir en actos su convicción. No se necesita una
persona mala para servir en un mal sistema. La gente común se integra
fácilmente en sistemas malévolos.
¿Podremos evitar de algún
modo este potencial aterrador, esta fácil aceptación de la autoridad, aún la
mal dirigida o la perversa? Quizás seamos marionetas o muñecos movidos
por los hilos de la sociedad. Pero al menos somos marionetas con
percepción, con conciencia. Y tal vez nuestraconciencia sea el primer
paso para liberarnos. El hecho de que la obediencia sea muchas veces un
imperativo de la sociedad humana no reduce nuestra responsabilidad como
ciudadanos. Más bien nos impone la obligación especial de colocar en los
puestos de autoridad a aquellos que más probablemente la ejercerán
humanitariamente. Y la gente es ingeniosa. Los varios sistemas políticos que se
han desarrollado en el correr de la historia son sólo algunos de los muchos
arreglos políticos posibles.
Acaso el siguiente paso
sea inventar y explorar formas políticas que den a la conciencia más
oportunidades de oponerse a la autoridad equivocada.
* El
relato detallado de la investigación realizada se encuentra en el libro de
Stanley Milgram (1980)Obediencia a la autoridad. Un punto de vista
experimental, Desclée de Brouwer, Bilbao.
** Psicólogo
norteamericano (1933-1984), fue profesor de la Universidad de
Yale donde realizó sus investigaciones.