miércoles, 12 de diciembre de 2012

Ermitaño por la salud


Por: Álvaro Eduardo Arango Orozco


Señoras y Señores, Jóvenes y Niñ@s (por si algún precoz se nos ha cruzado en el camino):

Por respeto a Ustedes, siendo mal conversador, silvestre y montañero, (no soy ermitaño de mar), participo estas palabrejas al conversatorio entre amigos, parceros y loquitos por la Salud.

“Podemos aprender mucho de la gente que no es el héroe” (Gay Talese), citaban por estos días, en algún periódico; y en la bella y poética novela de Naguib Mahfuz, El Rey Hereje, encuentro:

“Ser como la Historia que escucha a todo el que habla, sin inclinarse ante ninguno, para entregar la pura verdad a los que observan”.

Pues bien, esta primera vez, deseo darles dos razones de mi presencia, aquí, entre Ustedes…

Hace tiempo, un buscador vio admirado cómo, en un aislado paraje, un ermitaño izaba la bandera patria, en su pequeña ermita, el día de efemérides.

Preguntó el buscador al anciano ¿para qué izar bandera en semejantes soledades, donde aparte suyo, extranjero y oscuro, nadie la vería?

Esta fue su respuesta: y, ¿quién le dijo a usted, que por vivir en desierto y soledad, extranjero y oscuro,  soy un ser aislado?

Era aquel monje de los que sabían que Todo es Uno, y uno es solo.

La moraleja de mi historia la encuentro en un Maestro de Soledades (Thomas Merton), que dice (resumiendo):

“El retiro del solitario no es rechazo de la Humanidad sino de las falsedades de que está llena la vida social. Va al silencio, no porque piense que sabe más que los demás,  sino porque quiere tener una vida a otro nivel. Quiere encontrar, con la tranquilidad que no ofrece la Babel de hoy, un lugar para escuchar  su conciencia y la voz del MYSTERIUM SALUTIS, (la voz del Espíritu Universal). Es pues el ermitaño alguien que reacciona contra la mentira de nuestro tiempo. Este hombre lleno de sano desengaño de sí y de las apariencias sociales, va al silencio y a la soledad, no para predicar, sino para curarse a sí mismo de la enfermedad que lleva todo el mundo”.

He aquí, por fin, la primera razón de mi presencia en este democrático foro por la Salud.
Antes de continuar, permitan esta advertencia del excelente Aldous Huxley:

“El fin de la vida humana es la Contemplación. La acción es un medio dirigido a ese fin. La sociedad es buena (sana) cuando hace posible la contemplación para sus miembros; y la existencia de, por lo menos, una minoría de contemplativos es necesaria para el bienestar (la Salud) de cualquier sociedad”.
(Paréntesis míos).

Advierto, por mi parte, que mi referencia al ermitaño no es sólo al que va al desierto para “Ser creado por Dios”, sino, también, al que se a-isla,  para crear la Belleza y la Verdad del Arte,  del Conocimiento o Sabiduría, y del Pensamiento o Ciencia, que también son Salud.

Sabemos, entonces, que no se retira el hombre por huida o miedo a la contaminación ambiente, ni por asco o prejuicio, ni por pureza ritual, ni porque el mundo se va a acabar…ni porque odia la comunicación…ni porque alguien lo margina, sino porque se da(a sí mismo) por marginado.

(Me apena, que deba disentir de Usted,  Señora Marta Nussbaum, en su meritoria obra El Ocultamiento de lo Humano: Repugnancia, vergüenza y ley, que recomiendo a todos en su primera parte, en especial al senador Gerlein).

Se retira, decíamos, para no estorbar, y, para  contaminar lo menos, en un mundo donde a la generalidad le dio por mercadear la receta de la salvación y la redención. El ermitaño se da por redimido, y respetando salvaciones,   busca,  y propone SANACIÓN. Aquí su énfasis, aunque Mística o Soteriología, Poesía o Profecía, y Medicina o Sanidad, son las tres caras de la Unidad de la Salud.

No pide permiso “el que se hace perdidizo por amor”, a un Estado desconfiado, que criminaliza y victimisa a  sus ciudadanos,  -todo solitario es sospechoso-,  ni a ningún vaticano controlador que hace de sus feligreses escoria e inmundicia culpable. Olvidando que en el Origen de la fe, éramos  “santos y amados de Dios”-

Ni siquiera se gradúa de ermitaño. Es su vocación, y simplemente se va tras el MYSTERIUM SALUTIS, COMO GUARDIÁN DE LA LIBERTAD DE CONCIENCIA O DERECHO A PENSAR POR SI MISMO, A LA INDIVIDUALIAD, no al individualismo, A LA EGOENCIA, jamás al egoísmo.

Pero, también es cierto que ERMITAÑO es otro sueño o mito o ideal, porque “es más fácil para el ermitaño abandonar el mundo, que el mundo lo abandone a él”. Que lo digan P. Eduardo Monzón, entre los Benedictinos, y por supuesto Chuang Tzu, de quien es el pensamiento. También, esto se puede leer en  Las Tentaciones de San Antonio, de Flaubert y en Padre Sergio, de Tolstoi.

Ahora bien, quienes me sacan de mi “ermita de la Montaña Nevada”,   son dos médicos y dos poetas: Los doctores Mauricio Sánchez y John Jairo Bohorquez, y los poetas, Juan Raúl Navarro y Federico Vélez, magos en el arte de ilusionar a los desilusionados, y cómo no, cuando vamos perdiendo el sentido de lo Humano, que está enfermo y en grave peligro.
Me convocan, como a Ustedes, a la investigación, al debate, al análisis, a la crítica y a la responsabilidad, para que, con recta mirada o discernimiento (Primera regla del Señor Buda), comprender y resolver la crisis de la Salud del Alma y del Cuerpo, individual y social.

Muchos temas de interés vital se han venido planteando a la luz de sabias autoridades, como Michel Foucault, y el Dr. Maldonado, entre otros iluminados por las Ciencias de la Complejidad y del Nuevo Humanismo…
Tenemos una vía, un camino por transitar…

La segunda razón de mi presencia es la de honrar la memoria de una gran generación de Médicos, de la cual tenemos ya, apenas, unos cuantos representantes que deben frisar por los ochenta o noventa años. A ellos debemos grandes esfuerzos por la salud de sus conciudadanos antioqueños, en la implementación y atención de hospitales y centros de salud, en todo el Departamento, y algunos beneficios adquiridos en sus luchas sindicales.

Entre ellos quiero nombrar a un señor mi tío, Gilberto Arango Orozco, el Ñato,  y a sus amigos médicos, algunos por mí desconocidos, pero de grata memoria por el mucho favor de que gozaron en casa de mis abuelos –alguien se me escapará-: Dr. Rodrigo Vélez, Dr. Francisco  Duque, Dr. Vital Balthasar, Dr. Luis Fernando Restrepo, Dr. Jair Zuluaga, Dr. Fernando Gardner,  Dr. Bayter. Generación gestora, sin duda con otros, de la Asociación Médica de Antioquia (AMDA) y de la Cooperativa Médica, y que fue derrotada por quienes se robaron luego al Seguro Social, en hora aciaga para la Salud de Antioquia. El Seguro Social también tuvo su época de gloria, pero llegó la roya de la corrupción y de la enfermedad…hasta la agonía.

Mis amigos: finalizo con estas citas, para no olvidar:

“Paréceme que todo está escrito (leído o dicho) para obrar lo que importa, y que lo que falta, si algo falta, no es escribir o hablar, que esto ordinariamente sobra, sino callar y obrar.
“Porque, además de esto, el hablar distrae y callar y obrar recoge y da fuerza al espíritu.  Dice el gran Juan de la Cruz…
Y, por su parte, André Gide:

“Todas las cosas fueron dichas, pero como nadie escucha, hay que comenzar de nuevo”.

Entonces, ¡Obreros a la Obra!, con entusiasmo, movimiento, acción…! Adentro!

Gracias.

“Viva el San Juan, y… viva el San Pedro”…

También, el San Pedro, aunque torpe, aunque  lento, aunque ciego y aunque viejo.

También: “la palabra más incluyente y tolerante del diccionario” (Reina Abad).


Servidor:
EDUARDO DE GORA
RICO GUARDIÁN DE LA MONTAÑA NEVADA.
(Ermitaño  urbano y laico, en la Red y apartaestudio.  De moda por aquello  del  “mínimal “ o “casi nada”).





miércoles, 21 de noviembre de 2012

Memoria Segundo Conversatorio

Medicalización de la vida


SEGUNDO CONVERSATORIOSEMINARIO PERMANENTE

1 NOVIEMBRE 2012 – SAO PAULO

Participantes:
Rocío Arango – Sandra Ortiz – Diana Valencia – Francisco Lopera – Beatriz Gómez – María Elena Suazo (Chile) – Rafael Lozada – Carmen Otero – Amparo Arango – Fernando Calle – David Rodríguez – John Bohórquez – Marcela Vélez – Mauricio Maldonado (Ecuador) – Mauricio Sánchez – Juan Raúl Navarro – Paula Molina – Jorge Gómez – Margarita Bernal –  Elkin Molina  
Primer tema:

Medicalización de la vida y de la sociedad: John Bohórquez

Referencias: ¿Deshumanización en medicina? Alteridad o beneficio – La fabricación de nuevas patologías –

Frase del libro “El estado oculto de la salud”: “Sería por ello muy conveniente tomar conciencia de las diferencias existentes entre la medicina científica y el verdadero arte de curar” (Gadamer)

Si eso es así, ¿por qué vamos al médico?, ¿cómo lograr sanación?, ¿a quién hay que acudir para que pueda haber sanación?, ¿qué posibilidades tengo yo mismo de ejercer un proceso autosanador? O qué tanto puede hacer una alternativa como la bioenergética, la medicina china o cualquier otra para lograr sanación. O qué tanto se puede hacer desde el psicoanálisis y desde la psicología.

Les quiero mencionar un texto muy bello que se llama “Knock o el triunfo de la medicina” de Jules Romains en el que se cuenta la historia de un médico joven, lleno de ímpetu, que llega a un pueblo a reemplazar a un médico viejito que ya se va jubilado. Cuando el viejito decide regresar de visita un año más tarde encuentra que toda la población ya es paciente de Knock, el joven médico, algo que él nunca había podido lograr, Knock ya estaba millonario, ya medio pueblo era un hospital y toda la gente acudía donde él para tratamientos. Logró convencer a todo el mundo de que estaba enfermo.

Por eso, nos enseñaron en la facultad de medicina: “No hay gente sana sino mal estudiada”. Si busca, algo va a encontrar. Y nos enseñaron una cosa peor, de la semiología francesa del siglo XIX: “Hay que decirle siempre al paciente que está grave. Si muere, se demostrará tu acierto y si mejora, quedarás como un rey”. Por cualquier lado gana el médico. No el paciente. Así nos insistieron en el proceso formativo. Gadamer dijo otra cosa muy importante en este libro: “En el gran aparato de nuestra civilización todos somos pacientes”.

Todo esto para demostrar que la vida está medicalizada. La medicalización surgió en la historia de la humanidad hace apenas 200 años. No es por la Ley 100 de 1993 en Colombia que tenemos medicalización, no. Desde el siglo XVIII surgieron los procesos de industrialización, del capitalismo y las teorías democráticas. Hasta hace 200 años la vida no estaba medicalizada. Hoy la vida es inconcebible sin medicalización.

Yo te pregunto por ejemplo: ¿Por qué no te haz hecho sacar las mamas? ¿O los ovarios? ¿Cómo es que no la haz hecho si ya hay estudios científicos que demuestran que si te los sacas no te va a dar cáncer de mama ni de ovario? ¿Por qué eres tan poco preventiva?

“¿Por qué no te matas para que no te mueras?” (Fernando Calle)

“No hay gente enferma. Hay gente sin conciencia” (Amparo Arango)

Yo te pregunto: ¿Alguien tiene hijas entre los 9 y los 15 años? ¿Ya le aplicaste Cervarix o Gardasil? ¿Pero cómo que no? ¡Qué imprudencia la tuya! ¡Si esa es la vacuna que impedirá que en el futuro le de a tu hija cáncer de cuello uterino! ¡Pero cómo no se la vas a aplicar! ¡300.000 pesos cada mes hasta ajustar tres dosis y listo! El Estado colombiano lo tiene en su plan y lo está regalando en los colegios. ¡Muy responsable!

Yo te pregunto: ¿Está tomando Truvada? Si lo tomas, puedes acostarte con una persona con SIDA y no se te pega. ¡Todos deberíamos estar tomándolo! ¡Porque uno no sabe! ¡Qué maravilla! ¡La ciencia produciendo derroche de conocimiento!

Yo te pregunto: ¿No estás tomando Calcio? Consuelo Luzardo aparece en televisión diciendo que si se lo hubieran dicho a los 30 años hoy no tendría osteoporosis. En la televisión te darás cuenta que más o menos el 70% de los comerciales ofrecidos tienen que ver con medicamentos o con productos “para la salud” o para el aseo, para todo lo que tiene que ver con el cuerpo. Allí aparece la Federación Médica Colombiana aprobando toda clase de productos enriquecidos. La vida está medicalizada. ¡Por donde tú andes! ¡Cómo es que no te haz hecho nada de esas cosas y andas por la vida tan tranquilo!

El peligro de ese tipo de publicidad y de la manera como se está haciendo la medicina es que nos están haciendo creer que sin medicina no vamos a llegar ni a los 50 años de edad. Y que  si llegamos, va a ser con osteoporosis, con cáncer y otro montón de cosas. Ese es el peligro de la medicalización. Aparentemente no es un fenómeno tan riesgoso. Pero si lo miras en detalle encontrarás que sí lo es porque te va a llevar a conclusiones terribles. Como por ejemplo, si vas al ginecólogo: “Yo te puedo sacar los ovarios y no te va a dar cáncer allí”. Y tu medicalizada vas a decir: “Uy doctor qué belleza, qué época tan maravillosa la que me tocó vivir”.

La industria moderna nos quiere así: El papá, el señor de la familia, ya está un poquito más débil, pero ahí tenemos Sildenafil, Viagra, Cialix, Vardenafil, Uprima… La señora ya está un poquito aburrida, desencantada, deprimida. Ahí tenemos Fluoxetina. ¿El niño está muy travieso? ¡Tenemos Ritalina! Toda la familia debidamente medicalizada. Y si tus adolescentes ya empezaron la vida sexual, ¡no te preocupes! Ya tenemos Anticonceptivos orales, inyectables. Y si se embarazó, ahí está el aborto, un procedimiento para evitar todas esas complicaciones. La vida está medicalizada.

¡Y qué tal que habláramos de psiquiatría! Si estás un poquito alterada porque la vida anda un poco agitada, vas donde el psiquiatra y él te va a decir: “Tienes un trastorno afectivo bipolar, no te preocupes”. Y ahí están un montón de medicamentos. ¡Qué rico escuchar a un paciente contando a su psiquiatra su historia para que este llegue a la conclusión de que tiene una cosa de esas! Debe ser algo fascinante. Por eso, un autor colombiano de la talla de William Ospina dijo: “Es tan pobre la percepción que tiene la psiquiatría del alma humana, que uno a veces está tentado a sostener que lo que hace interesante a la psiquiatría es el testimonio de sus enfermos”. Entonces al paciente se le ofrece una posibilidad según la cual él no tiene que hacer ningún esfuerzo con los desafíos de su vida, con las cosas que está viviendo, sino que sencillamente “Yo acá te tengo la solución, basta con que tomes esto”. Fuimos tan afortunados que nos tocó una época tan maravillosa, de tanta ciencia.

Es un peligro muy grande que la vida esté medicalizada. Pretende hacerte depender de medicamentos, de la medicina, del médico y de todo el aparato que está detrás.

Hay una cosa detrás del acto médico que uno no puede evitar pensar que existe y es el mercado. ¿Quién pudiera negarlo? Está diseñado por la industria. La industria necesita algunas cosas para que el mercado pueda funcionar y una de ellas es la medicalización. Sin ella, no hay mercado. Si estás asustado, lleno de miedo, te pones en bandeja de plata. Si no tuvieras miedo, la medicalización tendría un freno. El mercado requiere utilizar también la autoridad del médico. El médico tiene una autoridad sobre el paciente, que se la concede el mismo paciente, no el Estado. Uno cuando hace preguntas demuestra un espíritu autocrítico, demuestra que no sabe, es un acto de humildad. Por eso, el buen estudiante se distingue por sus preguntas. Cuando un paciente llega con preguntas, en un acto de humildad dice “no sé que tengo”, y al reconocer esa ignorancia concede una autoridad a alguien que supuestamente “sabe”. Es fundamental para el mercado que el médico tenga esa autoridad. ¿Por qué? Una vez que el médico mande eso, usted no tiene pérdida. ¿Usted qué va a decir en su casa cuando llegue con ese medicamento? “Me lo mandó el doctor”. “Pero si lo dijo el médico. Él me dijo que le diera a la niña Truvada para que no se le vaya a pegar el SIDA, que le aplicara a la niña el Gardasil para que no le vaya a dar dentro de 25 años el cáncer de cuello uterino, para desarrollar suficientes inmunoglobulinas para enfrentar ese virus malvado del papiloma humano y que así no surgirá el cáncer”. El mercado requiere todo eso y requiere también que el Estado lo tutele. La industria crea la demanda y después pone al Estado a que tutele la necesidad creada. Logró por ejemplo, que el Estado colombiano la incluya en sus planes de vacunación y la esté aplicando ya gratuitamente en los colegios. Para las niñas y las familias es gratis, pero ya fue pagado con los recursos de todos nosotros. Ya la industria hizo el negocio, se lo ofreció al Estado y este dijo: “¡Como la gente tiene derecho a la salud!” ¡Están haciendo tremendo negocio con nosotros!

Conversación

Fernando Calle: El discurso médico nos quiere convencer que las mejores condiciones de vida se deben al progreso de la medicina. La esperanza de vida ha aumentado en los últimos 50 años de 45 a 70 años. Pero, ¿qué está de por medio? Me gusta mucho el libro de Iván Illich porque nos dice que cada época crea sus enfermedades, cada sociedad necesita enfermedades, La fiebre tifoidea en Londres en el siglo XIX, por ejemplo, cuando la gente hacía sus necesidades fisiológicas y las tiraba a la calle, En la Edad Media la peste negra mató la mitad de la población europea: habían matado a todos los gatos, y no había defensas contra las ratas.

Amparo Arango: Los laboratorios farmacéuticos dan asco, y no quieren saber de las posibilidades de sanar a través del amor.

Jorge Gómez: Los laboratorios son los que patrocinan la formación médica. Y así definen cómo educar. Por eso los médicos no nos hacemos preguntas. Y está tan bien diseñado el sistema de propaganda que le hace creer al médico que está realizando un buen ejercicio, pero recibe bonos para viajes o congresos por la prescripción. Por eso enseñan la vida fragmentada, unos para cabeza y cuello, otros para otras partes. Más allá del amor y de la humanización está la posibilidad de utilizar un cerebro que ha evolucionado. No estamos conectando el cerebro con el corazón. Si queremos llegar a un cambio, debe ser desde la base de la educación, incluso preescolar. Y no solo la educación. Estamos en un mundo donde producir miedo genera beneficios. Si usted no se cuida le va a dar osteoporosis y se va a partir, pero yo le tengo este calcio. Le vendí un miedo pero le tengo la salvación. Como un sacerdote que le vende un miedo para ofrecerle la Cruz del Gólgota. Debemos llegar a un punto en el que podamos ver desde la física, desde la interrelación que es la vida, es desde lo simple, desde nuestra propia casa, que los hijos y la gente sepa que hay una forma más simple de ver la vida. Salir a insultar al sistema le conviene al sistema. Hay que crear una fisura pero adentro, desde la base. Que los niños aprendan que la salud es un instinto, que la medicina la hace cualquiera, pero no cualquiera hace salud. Si vamos a esperar que los médicos cambien, esto va a seguir así.

Francisco Lopera: Entonces, ¿dónde está el problema? ¿Por qué alguien demanda un médico? Eso siempre ha existido. Siempre ha habido Biopoder. Siempre ha habido un interés de un individuo por manejar un poder. Eso no empezó hace 200 años, es mucho más antiguo. Siempre ha habido chamanes, jaibanás, sanadores, y ellos tienen un poder. Puede que alguien tenga capacidad sanadora y no utilice o no se aproveche del Biopoder para subyugar a los demás. Cada uno aprovecha lo que tiene a la mano. Unos pueden venir acá a tratar de aprender cómo ganar millones con este encuentro de saberes, otros se interrogan acerca de cómo hacerse más amoroso con los pacientes, y en ambos está el mismo meollo, el Biopoder.

Paula Molina: ¿Qué pasó entonces con los que no somos médicos y perdimos la conciencia y nos dejamos lavar el cerebro por la industria farmacéutica? Para ella nos volvimos un objetivo de mercadeo, ¿qué pasó en la mente de nosotros que no caemos en cuenta de eso? Nos trabajan con el miedo, con la vacuna por ejemplo. Pero, ¿qué pasa en la cabeza que permite que el miedo trabaje? Y la educación es aun más grave, la están impartiendo gentes que fueron formadas en los esquemas antiguos que no conocen las necesidades emocionales y psicológicas de los niños de ahora. Si la clave está en la educación, más se complican las cosas porque la educación en nuestro país no está preparada para lo que está sucediendo. A una amiga le pasó que salió deprimida de una cita de 30 minutos con el psiquiatra porque el diagnóstico fue de Trastorno Afectivo Bipolar. Y ella le creyó, aunque ella es la que sabe la historia de su vida y cómo se siente. Pero él tiene el título.

David Rodríguez: La clave es uno ser responsable de sí mismo. Por no serlo me influencian tantas cosas y termino solo reaccionando. El ser debe ser escuchado, pero hasta qué punto cada quien está trabajando en ello.

Fernando Calle: La problemática debe situarse en dos coordenadas. Una es la humanidad. Uno debe saber que existen sistemas de manipulación y sistemas educativos que lo refuerzan. La falta de conciencia de eso, me hace presa fácil de dominación. Si uno no es consciente de eso termina preso en redes colectivas. Debemos pensar homogéneamente, nos uniformizan, con personas de la misma edad, los objetivos del sistema son iguales para todos. ¿Cómo proponer un sistema educativo que realmente revolucione la educación y la forma de pensar, el sujeto y el sujeto en la sociedad? La segunda es el autocuidado. ¿Cómo lograrlo?  En los mayas la relación con la muerte era de bienaventuranza: Yo muero para renacer. La enfermedad se puede ver como una exigencia de recapacitación, de auto reconocimiento y transformación, un llamado a viabilizar en una nueva dirección la propia existencia. Si en lugar de buscar el diagnóstico se busca la causa de la enfermedad, el qué es lo que pasa y qué pasa en el medio, el paciente se puede auto encontrar.

Mauricio Maldonado: Lo primero es “No hacer daño”. ¿Cómo comprendemos la vida? El sistema educativo es parte del problema porque nosotros pensamos como nos han enseñado a pensar.  Nos enseñaron que si algo no se puede medir o pesar, no lo debemos creer. Hay médico del cuerpo, médico de la mente y médico del alma, porque así se diseñó desde la física de Newton, con un pensamiento lineal. Por eso vemos al humano en forma fragmentada, no holística. La mayor parte de las enfermedades vienen de lo que pensamos y de lo que sentimos. La manifestación física es una consecuencia final de ese proceso. Practicamos una medicina newtoniana, mecanicista. Por eso es difícil romper esos esquemas mentales. Hay que entender qué es la vida para poder ayudar a las personas. Una cosa es saber y otra es el poder hacer. La medicina de auto regulación enseña que lo primero que hay que hacer es un cambio de consciencia. Por eso somos solos, somos pocos y nadando contra la corriente.

Beatriz Gómez: Quisiera que consideráramos la parte lingüística, el nombrar fija, da el poder para hacer lo que se es nombrado. “Medicina” viene de mediar, mediar el cuidado. Si nos seguimos nombrando médicos seguiremos siendo mediadores en el cuidado de los otros. Ese cuidado da poder al médico. De esa manera, la vida seguirá siendo medicalizada. Si queremos cambiar deberíamos empezar por la etimología de las palabras. Vamos a seguir siendo médicos si no soltamos ese nombre. “Enfermedad” es perder la forma. Nos enseñaron a recuperar la forma que el individuo ha perdido. Así, es difícil reconocer que la enfermedad venga de la psique, de lo emocional. La medicina bioenergética sigue en el mismo paradigma materialista y positivista  de la medicina alopática. Es igual: laboratorios vendiéndonos las agüitas y las yerbitas, y el médico sigue siendo recetador de eso, la industria también crece por este otro lado. Y si imponemos las manos pasa lo mismo: alguien que tiene el poder para mover la energía en el otro y para mover los chacras.

Jorge  Gómez: Si el médico tiene esa dificultad, la “enfermera” peor. Ese nombre debe ser cambiado.

Beatriz Gómez: Mi idea es que en este espacio tan maravilloso podamos cambiar el lenguaje. “Trabajo” viene de tortura. Me pagan porque me torturo o me torturan, dependiendo de si tengo o no un patrón. Si queremos pasar de médicos a sanadores, empecemos por entender las palabras. Qué diferencia hay entre los dos, y entre la medicina y el arte de sanar. Debemos ir a la raíz de las palabras.

Marcela Vélez: la enfermedad es primero en la mente y luego en el cuerpo. Y como borregos nos comportamos tomando todos los remedios que nos mandan. La gente no despierta, no reaccionamos, tanto en política como en medicina. Los que somos diferentes estamos expuestos a que nos señalen o nos callen.

Juan Raúl Navarro: No solo hay que sanar la salud y humanizar la medicina sino humanizar la humanidad. El 90% de la humanidad malvive, sin acceso al conocimiento o a la crítica y sin replantearse críticamente eso de comportarse como borrego tomando una aspirina diaria. El control demográfico es políticamente incorrecto porque mientras más conejos haya propagándose más cuido se va a vender. Y si la humanidad sigue creciendo a los actuales índices, no es viable. Debería haber una labor educativa desde la misma medicina a la población. ¿En verdad puedo tener un hijo con una vida humanizada y saludable? A la sociedad de consumo le interesa ese crecimiento demográfico desordenado porque eso es enriquecimiento inmediato. Hay que “concebir” una vida saludable, es decir, desde la misma concepción. En nuestros países no hay un trabajo coherente al respecto.

Amparo Arango: lo que tiene el paciente se relaciona siempre con algo que tiene por allá escondido, y hay que ayudarlo a encontrarlo. ¿Por qué estas dificultades, por qué esta pobreza? El terapeuta debe comprometerse al respecto.

John Bohórquez: Es inevitable no alegrarse del resultado de reunir a la gente a conversar de estos temas. El subtítulo del libro Nemesis medica es claro: “La expropiación de la salud”. Se adueñaron de ella, de la vida, de ese todo que es la fluctuación del equilibrio al desequilibrio. No hay enfermedad aparte y salud aparte, la vida por acá y la salud por allá, hasta la muerte es una expresión de la vida, no hay economía y política aparte, la política es la punta del iceberg de la economía, no hay nada más cercano a la política que la medicina, por eso Virchow dijo: “La política es medicina a gran escala”. Pero la sociedad modelada por la ciencia en que vivimos nos enseñó a separar todo, a analizar, y cuando uno analiza se enreda. Es mejor hacer síntesis, que empieza a fluir con estos encuentros. Los escolásticos decían: “Mathematicus purus, asnus purus”. Por eso, Letamendi dijo que “el que solo medicina sabe, ni medicina sabe”. Tiene mucha razón Beatriz: en el lenguaje hay una gran esperanza para la humanidad. Preguntémonos: ¿Qué nos hace humanos? Con él tenemos más posibilidades de humanizar y de ser terapéuticos, de que la sociedad sea terapéutica, como debe serlo. La sociedad debe organizarse para que la salud sea posible. “Terapia” viene del griego therapy que significa servicio. ¡Un terapeuta es un servidor! Un médico es otra cosa. Terapia no es técnica. “Paciente” viene de in-firmus, sin firmeza. “Medicina” viene del griego medomai que significa cuidar con sabiduría. Uno puede cuidar con sabiduría o al sano para que se mantenga sano o al enfermo para que se recupere. Y Avicena, hace mil años, nos enseñó que “La medicina es el arte de mantener sano al ser humano y, eventualmente, curar la enfermedad ocurrida en el cuerpo”. En la historia prevaleció la visión griega, no la de Avicena. Por concebirla principalmente como una técnica, no como servicio, la medicina se convirtió siempre en Biopoder (el “poder de la vida”). Pero cuando se habla de medicalización no se habla del poder de la vida sino del poder de esa cosa que en la sociedad se adueñó de la salud, de la vida, de la manera en que todos debemos vivir. Por eso, es peligrosa para la salud y para la vida. Debemos insistir en esos cambios lingüísticos y en combatir la desesperanza y la sensación de impotencia o de aislamiento, que se puede superar con encuentros como este porque reúne gente sintonizada con lo mismo.

Jorge Gómez: “Patología” es algo que se conmociona, que se conmueve. Por eso, la medicina nos enseñó que la patología es algo dañino. Pero, ¡qué tal que nos conmoviéramos! Cuando hablamos de “salud” debemos interrogarnos: ¿la salud de quién? ¿La enfermedad de quién? Si pensáramos en cuánta historia hay detrás de cada ser que nos llega, de cada dolor, de cada cuadro, entenderíamos que lo más fácil es medicalizar.  Si 10 personas vienen con cifras de presión arterial elevada a todos les prescribimos Losartan. ¿Cuál ejercicio médico hay ahí? Ahí, solo se ve un ejercicio mercantilista. Y si no le mando Losartan sino ajo, ¿qué cambio hice? Si detrás de este paciente hay un duelo por la muerte reciente de su esposa, detrás de aquel una hipertensión de bata blanca, eso haría una diferencia. Hay que captar esa diferencia en cada uno. Mientras intentemos cambiar el sistema vamos a encontrar que hay personas que no están buscando que las metan en el mundo de la “salud” sino que esperan ser escuchados y valorados, que se sepamos que existen. Me pregunto: ¿cuándo empieza la consulta médica, cuando entra el paciente? ¿O desde que le contaron y tiene una esperanza? El paciente está buscando quién lo escuche, no quien lo cure, es el primer rebelde del sistema.

Juan Raúl Navarro: El paciente pregunta ¿qué tengo? Y el médico es tan ignorante que le responde qué tiene y qué necesita. En lugar de comenzar por la pregunta simple: ¿cuénteme qué tiene? Debería acompañarlo en descubrir cuál es su dolencia, su padecimiento. Si no hay humanidad, el proceso está viciado.

Francisco Lopera: Con consultas de 15 minutos es muy complicado preguntarle al paciente ¿qué tiene? La gente siempre da muchas vueltas y nunca dice qué siente. El paciente sale del consultorio mal pero contento porque ya no es “Clotilde” sino “Clotilde la hipertensa”. Ese apellido “científico” da renombre. Hay una demanda que permite identificación. Y si la gente viene masivamente a solicitarlo, aparece una oportunidad de negocios. La mejor pregunta no es ¿qué hacemos? Sino ¿qué hago? Para no esconder la responsabilidad de cada uno. Estar enfermo es estar sanando, es despojarse de muchas envolturas y transformarse. La gran responsabilidad es ¿qué hago yo para ser feliz? El médico no debe hacer acompaña-miento sino acompaña-cierto. Se trata de eso, de acompañar, la naturaleza es la que está haciendo la labor.

Mauricio Sánchez: Voy a hacer de abogado del diablo. Hay cosas que se salen de la lógica de la medicina y de la sanación, por las que se ganó Iván Illich, al describirlas,  el título de “Padre de la Antimedicina”. La modernidad y el desarrollo tienen muchas cosas malas pero tiene también muchas buenas. Foucault insistía en que había muchas cosas desconocidas. La expectativa de vida antes del siglo XVIII era de 30 años porque la medicina era muy precaria. Pero van apenas 200 años de desarrollo de la ciencia y de la técnica. Algunas personas dicen: ¡Qué rico el Renacimiento! Pero nadie hoy sabe cómo era vivir sin luz, sin teléfono, sin muchas cosas que hoy tenemos. Si había una fractura había que cortarla o morirse de la infección. No todo en la modernidad es malo. Hoy la expectativa de vida es de 70 – 78 años.

John Bohórquez: El error sería atribuir solo a la medicina el aumento de la longevidad. El aumento de la calidad de vida y de la expectativa de vida no se debe solo a la medicina que conocemos sino que la sociedad en su conjunto tiene un montón de cosas que hacen que la calidad de vida aumente.

Mauricio Sánchez: En un caso de huelga de médicos en Irlanda, por ejemplo, se  murió menos gente de la habitual. Por eso, Foucault insiste en que no se puede satanizar algo que le ha traido beneficios indudables a la humanidad. No nos podemos convertir en enemigos del desarrollo científico. Muy acertadamente hemos detectado una falla y queremos llegar a su origen.

Sandra Ortiz: No se puede descalificar la medicina como tal. Es tan válida la medicina indígena como la oriental. El problema es el uso de ellas y la falta de empoderamiento del paciente, independientemente de la medicina aplicada. Por ejemplo en el grupo de inmunodeficiencias primarias donde he trabajado, en el que se pueden hacer ya diagnósticos de defectos del sistema inmune, con posibilidades de reemplazos de anticuerpos o de citoquinas, posibilidades que pueden permitir sobrevida mayor y mejor calidad de vida a muchos niños, eso no se puede desconocer. 

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Los peligros de la obediencia


Los peligros de la obediencia*

Stanley Milgram**

Resumen: Artículo considerado un clásico en el ámbito de la psicología social,  describe los resultados de la investigación realizada por su autor en los años sesenta del siglo pasado, los que muestran que una considerable mayoría de personas normales, en acatamiento a la autoridad, pueden realizar conductas éticamente reprobables que causan daño a otros. Estas conclusiones confirman, experimentalmente, la hipótesis de la Escuela de Frankfurt de que existe en todos nosotros una dimensión autoritaria de la personalidad, que en la mayoría de las personas genera una obediencia incondicional a la autoridad.
Palabras clave: autoridad, sumisión, obediencia.

Abstract: The article, considered a classic in the scope of social psychology, describes the results of an investigation carried out by the author during the sixties of the past century, whose results show that a substantial majority of normal people, in obeying authority, can carry out conducts ethically reprehensible, which harm others. These conclusions confirm, experimentally, the hypothesis of the School of Frankfurt which states that, in all of us, a dimension of authoritarian personality is found, that in most people produces an unconditional obedience to an authority.
Key words: authority, submission, obedience.

* * *

El conflicto inherente a la sumisión a la autoridad es viejo; tan viejo como la bíblica historia de Abraham, a quien Dios ordenó sacrificar a su hijo en prueba de su fe. Y la cuestión de si hemos de obedecer los mandatos que chocan con nuestra conciencia ha sido debatida por Platón, dramatizada en la Antígona de Sófocles y analizada filosóficamente en casi todas las épocas de la historia. Los filósofos conservadores sostienen que la desobediencia atenta contra la misma trama de la sociedad, mientras los humanistas recalcan la primacía de la conciencia individual.

Los aspectos legales y filosóficos de la obediencia son trascendentes en alto grado, pero nos aclaran muy poco en el comportamiento de la mayoría de las personas  enfrentadas a situaciones concretas. En la Universidad de Yale preparé un sencillo experimento para averiguar cuánto dolor infligiría  un ciudadano común a otra persona simplemente porque un experimentador le ordenara hacerlo.

En el plan básico del experimento, van dos personas al laboratorio de psicología para tomar parte de un estudio sobre la memoria y la capacidad de aprender. A una se le llama “profesor” y a la otra se le denomina “alumno”. El director del experimento les explica que el estudio versa sobre los efectos del castigo en el aprendizaje. Después, el “alumno” es llevado a una habitación donde lo sientan en una especie de silla eléctrica en miniatura; le amarran los brazos con correas para que no se mueva mucho y le ponen un electrodo en la muñeca. Se le dice que leerá unas listas de pares de palabras, y que después probarán su memoria para recordar la segunda palabra de cada par cuando le repitan la primera. Por cada error que cometa, recibirá una descarga eléctrica  de intensidad creciente.

El experimento, sin embargo, se centra en el “profesor”. Después de presenciar cómo sujetan al alumno en la silla, se sienta delante de un imponente “generador de descargas”. El tablero del instrumento tiene 30 interruptores de palanca con el voltaje marcado en cada uno:15 a 450 voltios. Además, está escrita la descripción de los efectos: Choque ligero a Choque moderado, Choque fuerte, Choque muy fuerte, Choque intenso, Choque de intensidad extrema  y por fin, Peligro: Choque grave.

A cada sujeto de la prueba se le da una descarga de 45 voltios antes de que asuma el papel de profesor, para que se convenza de la autenticidad de la máquina generadora.


La conciencia en ejercicio

El profesor es un sujeto auténticamente ingenuo que acudió al laboratorio en respuesta a un anuncio publicado en un diario local, solicitando voluntarios para un experimento científico sobre la memoria. El “alumno” o víctima es en realidad un actor que no recibe ninguna descarga. El meollo del experimento consiste en averiguar hasta dónde llegará una persona en una situación concreta y mensurable en que se le ordena provocar un dolor creciente a una víctima que protesta.

El conflicto se plantea cuando el hombre que recibe la descarga empieza a mostrar su molestia. A los 75 voltios refunfuña; a los 120 se queja en voz alta; a los 150 pide que dejen de probar con él. Cuando aumenta el voltaje, sus protestas son más vehementes y emocionales. A los 285 voltios lanza un grito de agonía. Poco después no emite ni el menor ruido.

El “profesor” llega enseguida  a una tensión crispante. Para él, no es un juego: el conflicto es intenso y evidente. El manifiesto sufrimiento del discípulo le empuja a abandonar la prueba. Pero cada vez que duda en administrar una descarga, el experimentador le ordena seguir. Para zafarse de su compromiso, el sujeto debe romper decididamente con la autoridad.

Varios de los sujetos del experimento (aunque fueron la minoría) rompieron el vínculo y se negaron a seguir, según vemos en este diálogo:

“Alumno”: Sáqueme de aquí. Le dije que ando mal del corazón y estoy empezando a sentir trastornos. Sáqueme de aquí, por favor.

“Profesor”: Creo que primero debemos averiguar si algo anda mal.

Experimentador: (Vestido con bata de técnico): Como he explicado, los choques pueden ser dolorosos, pero no encierran peligro.

“Profesor”: Mire usted: no sé una palabra de electricidad, pero no seguiré adelante hasta averiguar si este hombre está bien.

Experimentador: Es absolutamente esencial que usted continúe. No tiene alternativa.

“Profesor” ¡Ya lo creo que la tengo! La primera es no seguir, si yo creo que le estamos haciendo daño.

Este hombre cumplió realmente lo que esperábamos de la gente en tal situación. Hace aparecer la desobediencia como acto racional y sencillo. Pero la mayoría de los sujetos respondieron de otra forma a la autoridad. Es típica la siguiente respuesta: “Este hombre está enfermo del  corazón. ¿Quiere usted que siga, a pesar de todo?” Y cuando el experimentador le contestó: “Continúe, por favor” el profesor” siguió obedeciendo, aunque sin dejar de objetar. El sujeto de la prueba dice una cosa, pero su conducta dice otra.

Un resultado inesperado

Antes de iniciar los experimentos pedí que me predijeran los resultados a varios tipos de personas: psiquiatras, estudiantes, profesores universitarios, y trabajadores comunes. Con notable parecido en sus previsiones, supusieron que virtualmente todos los sujetos se negarían a obedecer al experimentador. Los psiquiatras, en concreto, vaticinaron que la mayoría no pasaría de los 150 voltios, cuando la víctima pidiera explícitamente que la dejaran irse. Esperaban que sólo cuatro por ciento llegarían a los 300 voltios, y que únicamente un margen patológico de uno entre 1.000 administraría la descarga máxima del tablero.

Tales predicciones resultaron claramente erradas. De los 40 sujetos del primer experimento, 25 obedecieron hasta el final de las órdenes del experimentador, castigando a la víctima con la máxima descarga posible del generador. Después de tres choques de 450 voltios, el director del experimento ordenaba suspender la sesión. Muchos de los que habían obedecido exhalaban suspiros de alivio, se limpiaban las sienes, se restregaban los ojos o sacaban torpemente un cigarrillo. Otros mostraban un mínimo de tensión desde el principio hasta el fin.

En los comienzos mismos del experimento se usaron como sujetos a estudiantes de la Universidad de Yale, y aproximadamente 60 por ciento de ellos obedecieron en todo. Uno de mis colegas enseguida invalidó estos resultados, considerando que no eran aplicables a la gente “común”, pues, según él, los universitarios de Yale eran sumamente agresivos e inclinados a competir. Me aseguró que obtendríamos resultados muy diferentes  cuando probáramos con la gente “común.”

Pero, pasamos de los estudios de prueba a los experimentos regulares, tomando personas de todos los estratos sociales de la ciudad vecina: profesionales, empleados, trabajadores cesantes y obreros industriales. El resultado del experimento fue el mismo que habíamos observado entre los estudiantes.

Además, se repitieron los experimentos en Alemania, Italia, Sudáfrica y Australia, y el grado de obediencia resultó siempre  algo mayor  que el hallado en la investigación de que se habla en este artículo. El experimentador de Munich comprobó que 85 por ciento de  sus sujetos obedecieron.

Papel del instinto de agresión

En una interpretación teórica de esta conducta se afirma que todos llevamos muy dentro instintos agresivos que pugnan por expresarse, y que el experimento sirve para justificar, dentro de una institución, el dar rienda suelta a esos impulsos. Según la teoría citada, cuando se pone a una persona en situación de dominio total sobre la otra a quien puede castigar a su albedrío, saldrán a relucir todas las inclinaciones sádicas y bestiales del hombre. Se considera que el impulso de dar descargas a la víctima nace  de los fuertes instintos de agresión que forman parte de los móviles de la voluntad individual. Como el experimento da legitimidad social a esos instintos, lo que hace es abrirles simplemente la puerta para que se manifiesten.

Es de vital importancia, por tanto, comparar la conducta del sujeto cuando está sometido a órdenesy cuando se le permite elegir la intensidad de las descargas.

El procedimiento seguido para ello fue idéntico al del experimento normal, si bien se advirtió al “profesor” que podía escoger libremente cualquier nivel de descarga en cualquiera de las pruebas. (El experimentador cuidaba mucho de advertir al profesor que podía aplicar las intensidades mayores, las menores o las intermedias, o combinar unas con otras). Cada sujeto  procedía a hacer 30 pruebas críticas. Las protestas del “alumno” estaban coordinadas uniformemente según el nivel de los choques: el primer refunfuño, a los 75 voltios; la primera protesta vehemente, a los 150.

La intensidad media de las descargas hechas durante las 30 pruebas críticas fue menor de 60 voltios, esto es, por debajo del nivel en que la víctima mostraba los primeros signos de incomodidad. Tres de los 40 sujetos no pasaron del grado más bajo del tablero: 28 no llegaron a más de 75 voltios, 38 no siguieron después de oír la primera protesta ruidosa, a los 150 voltios. Dos de los sujetos fueron la excepción, pues administraron hasta 325 y 450 voltios, pero el resultado, en conjunto, fue que la gran mayoría de las personas dio choques muy leves, en general indoloros, cuando la elección de la intensidad dependía explícitamente del “profesor”.

Esta circunstancia del experimento quita fuerza también a otra explicación comúnmente propuesta de la conducta de los sujetos: que los autores de las descargas más intensas contra las víctimas proceden sólo de la minoría marginal de sádicos de la sociedad. Si consideramos que casi dos tercios de los participantes cae en la categoría de sujetos “obedientes”, y que representaba gente común tomada de las clases trabajadoras, administradoras y profesionales, el argumento resultará desechable. Es más, recuerda mucho el problema que se suscitó cuando Hanna Arendt publicó en 1963 su libro Eichmann en Jerusalén. La Arendt afirmaba que el esfuerzo del fiscal para pintar a Adolf Eichmann (encargado  del programa nazi de deportación de los judíos y otros pueblos hasta los campos de exterminio) como un monstruo sádico fue un error en lo fundamental, pues el antiguo funcionario hitleriano era más bien un burócrata sin imaginación que se limitaba a cumplir su trabajo desde el escritorio.

La autora del libro fue objeto de escarnios y aún de calumnias. Por una u otra razón, la gente suponía que las monstruosidades ejecutadas por Eichmann tenían que venir de una persona brutal, retorcida, encarnación de la maldad. Después de ver cientos de personas comunes y corrientes someterse a la autoridad en nuestros propios experimentos, debo colegir que la concepción de la Arendt sobre la trivialidad del mal se acerca a la verdad más de lo que uno osaría imaginar. La persona ordinaria que sometía a descargas eléctricas a su víctima lo hacía por un sentido de obligación (impresión de sus deberes como conjunto) y no por una peculiar tendencia agresiva. Esta es, quizá, la lección más fundamental de nuestro estudio: al desempeñar sencillamente un oficio, sin hostilidad especial de su parte, el hombre común puede convertirse en agente de un proceso terriblemente destructor.

Además, aunque los efectos destructivos de su trabajo se revelen con claridad meridiana, si se les pide que realicen actos incompatibles con los principios fundamentales de la moral, relativamente pocas personas tendrán los recursos interiores necesarios para oponerse a la autoridad.

La etiqueta de la sumisión

Muchos individuos se rebelaban  en cierto modo contra lo que hacían al “alumno”, y muchos protestaban, aunque obedecían. Algunos creyeron firmemente que obraban mal, pero no se resolvieron a romper con la autoridad. A menudo buscaban justificarse considerando (en su fuero interno al menos) que estaban al lado de los buenos. Trataban de aliviar su tensión obedeciendo al experimentador, pero “solo un poco”, dando ánimos al “alumno” conectando delicadamente los interruptores del generador. Al entrevistarlos, los que así procedían solían insistir en que habían sido “humanitarios”, administrando las descargas durante el menor tiempo posible. Les fue más fácil resolver así su conflicto que rebelarse contra las órdenes.

La situación se prepara de tal forma que el sujeto no puede suspender las descargas al “alumno” sin violar el cometido que le definió el instructor. Teme parecer arrogante y rudo si abandona su deber. Y, aunque estas emociones inhibidoras parezcan menores en comparación con la violencia ejercida sobre el “alumno”, impregnan la mente y los sentimientos del sujeto que se angustia ante la perspectiva de tener que repudiar a la autoridad cara a cara. (Cuando se varió el experimento para que el experimentador diera sus instrucciones por teléfono, sólo un tercio de los sujetos obedeció hasta los 450 voltios). Es curioso que, entre las fuerzas que impiden romper el vínculo de obediencia, en el sujeto obre esa especie de “compasión” o resistencia a “lastimar” los sentimientos del experimentador. Retirarle esa consideración puede ser tan doloroso para el sujeto como para la autoridad que desafía.

Responsabilidad de las propias acciones

Lo esencial de la obediencia es que una persona llega a considerarse instrumento para realizar los deseos de otra, y por tanto deja de creerse responsable de sus propios actos. Una vez producida esta variación de perspectiva, se siguen todos los caracteres esenciales de la obediencia. El resultado más trascendental es que la persona se considera responsable ante la autoridad que la dirige, pero no del contenido de los actos que le ordenan ejecutar. No desaparece la moralidad, sino que toma un foco radicalmente diferente: la persona subordinada siente orgullo o vergüenza, según haya desempeñado  bien o mal el cometido que le encargó la autoridad.

Hay muchas palabras en el idioma para definir ese tipo de moral: lealtad, deber, disciplina, expresiones todas ellas saturadas de sentido moral, que hacen referencia al grado en que cumpla una persona sus obligaciones ante la autoridad. No sólo se refieren a la “bondad” de la persona, sino a la suficiencia con que el subordinado desempeña el papel que le haya asignado la sociedad.

La razón que aducen con más frecuencia en su defensa los individuos que han cometido alguna acción nefanda por órdenes superiores es afirmar que lo hicieron en cumplimiento de su deber. Al defenderse así, no están alegando un pretexto que se les ocurre de momento, sino hablando sinceramente, pues tal actitud psicológica es resultado de su sumisión a la autoridad.

Para que una persona se sienta responsable de sus actos, tiene que sentir que su conducta emana de su “yo”. En las situaciones que hemos estudiado, los sujetos tenían precisamente la noción contraria de sus acciones: creían que nacía de los motivos de alguna otra persona. Muchos sujetos de los experimentos dijeron: “ si hubiera dependido de mí, no habría administrado descargas al alumno”.

Aunque el conflicto entre la conciencia y el deber produce tensión, intervienen mecanismos psicológicos que ayudan a aliviarla. Por ejemplo, algunos individuos cumplen en grado mínimo: tocan muy ligeramente el interruptor del generador. Para ellos, eso demuestra que son buenas personas sin dejar de ser obedientes. Algunas discutían con el experimentador, aunque sus objeciones no necesariamente los inducían a la desobediencia: más bien sirven a menudo como mecanismo psicológico, definen al sujeto, ante sus propios ojos, como persona que se opone a las crueles órdenes del experimentador, y al mismo tiempo reducen la tensión y le permiten obedecer. Muchas veces pudimos ver que la persona se abstraía en los pormenores del experimento, pues así no pensaba en las consecuencias de lo que hacía.

  
Variaciones de autoridad

Una vez singularizada la autoridad como causa de la conducta del sujeto, es válido inquirir cuáles son los elementos necesarios para que haya autoridad y cómo ha de percibirse ésta para que el sujeto la acate. Hicimos algunas investigaciones de los cambios que pudieran reducir el ascendiente del experimentador e impulsar al sujeto a la desobediencia. Algunas variantes revelaron que:

   La presencia material del experimentador tiene un claro efecto sobre su autoridad. Como ya dijimos, la obediencia bajó bruscamente cuando se dieron las órdenes por teléfono. Muchas veces el experimentador pudo impulsar a un sujeto desobediente volviendo al laboratorio.

La autoridad en conflicto paraliza seriamente la acción. Cuando los experimentadores de igual categoría, sentados ambos en la mesa de mando, daban órdenes contradictorias, no se administraron más descargas superiores a la intensidad donde se produjo el desacuerdo.

La rebeldía de otros socava gravemente la autoridad.  En una de las variantes, tres “profesores” (dos eran actores y el otro era sujeto del experimento) detectaron errores y dieron choques eléctricos. Cuando los dos actores desobedecieron al experimentador y se negaron a administrar descargas superiores a cierto nivel, 36 sujetos, entre 40, se unieron a la desobediencia de sus compañeros “profesores”.

Es importante señalar que en nuestros trabajos la autoridad del experimentador era débil, puesto que no tenía casi ninguno de los recursos de represalia  disponibles en las situaciones ordinarias de mando. Por ejemplo, el experimentador no amenazaba a los sujetos con castigos por desobedecer (como es la pérdida de ingresos, ostracismo de la comunidad o cárcel). No podía ofrecerles incentivos. Esperábamos que la autoridad del experimentador fuera mucho menor, por ejemplo, que la de un general, un patrono e incluso un profesor que tuviera atribuciones para imponer sus órdenes. Y pese a estas limitaciones, todavía lograba un grado alarmante de obediencia.

Citaré una última variante que describe un conflicto común en la vida diaria. En este experimento no se mandaba al sujeto que conectara el interruptor para dar el choque eléctrico a la víctima, sino simplemente que desempeñara una tarea auxiliar (hacerle la prueba de las parejas de palabras) mientras otra persona administraba las descargas. En esta situación 37 de 40 adultos (aproximadamente el 90 por ciento) siguieron haciendo las preguntas de la prueba hasta la máxima intensidad del generador. Como era de esperar, excusaron su conducta diciendo que la responsabilidad recaía en el hombre que conectaba el interruptor. Esto puede ser ejemplo de una peligrosa característica de las sociedades complejas: es fácil pasar por alto la responsabilidad cuando uno es solamente un eslabón intermedio de una cadena de actos.

El problema de la obediencia no es exclusivamente psicológico. La forma y figura de la sociedad, y la manera en que se desarrolla, tiene mucho que ver en él. Claro es que todas las sociedades deben inculcar hábitos de obediencia en sus ciudadanos, puesto que no puede haber sociedad donde no exista alguna estructura autoritaria. Aprendemos la obediencia en la vida familiar y en la escuela, pero sobre todo cuando empezamos las relaciones de trabajo. Cuando ingresa en una oficina, una fábrica o el ejército, el individuo tiene que ceder por fuerza cierta dosis de criterio personal para que aquellos sistemas más extensos puedan funcionar eficientemente. En estas situaciones de trabajo no se considera uno responsable de sus propias acciones, sino agente que pone por obra los deseos de otra persona.

Quizás  haya habido una época en que las personas podían responder en forma plenamente humana a cualquier situación por estar inmersas por completo en ella como seres humanos. Pero las cosas cambiaron en cuanto hubo división del trabajo. Pasado cierto límite, la desintegración de la sociedad en grupos de gente que desempeña labores reducidas y muy especiales mengua la calidad humana del trabajo y de la vida. La persona no logra abarcar la situación completa, sino sólo una parte de ella y, por consiguiente, no puede obrar si no se le señala alguna dirección global. Se entrega a la autoridad, pero con ello se enajena de sus propios actos.

Hasta Eichmann se enfermaba al visitar los campos de exterminio, pero durante casi todo el tiempo estaba sentado ante un escritorio escribiendo órdenes. El hombre que, en el campo de concentración, echaba el Ciclón-B en las cámaras de gas podía justificar su conducta diciendo que se limitaba acumplir órdenes superiores. Así, existe una fragmentación del acto humano total; nadie se enfrenta a las consecuencias de haber decidido ejecutar un acto infame. La persona que asume la responsabilidad se ha evaporado. Quizá sea éste el rasgo más común del mal socialmente organizado en la sociedad moderna.

Pero las implicaciones de nuestro estudio se aplican igualmente en situaciones menos extremas. Así, el conflicto entre conciencia y autoridad sólo en cierta medida es un problema filosófico o moral. Muchos sujetos del experimento comprendían, por lo menos en el plano teórico de los valores, que no debían seguir, pero no fueron capaces de traducir en actos su convicciónNo se necesita una persona mala para servir en un mal sistema. La gente común se integra fácilmente en sistemas malévolos.

¿Podremos evitar de algún modo este potencial aterrador, esta fácil aceptación de la autoridad, aún la mal dirigida o la perversa? Quizás  seamos marionetas o muñecos movidos por los hilos de la sociedad. Pero al menos somos marionetas con percepción, con conciencia. Y tal vez nuestraconciencia sea el primer paso para liberarnos. El hecho de que la obediencia sea muchas veces un imperativo de la sociedad humana no reduce nuestra responsabilidad como ciudadanos. Más bien nos impone la obligación especial de colocar en los puestos de autoridad a aquellos que más probablemente la ejercerán humanitariamente. Y la gente es ingeniosa. Los varios sistemas políticos que se han desarrollado en el correr de la historia son sólo algunos de los muchos arreglos políticos  posibles.

Acaso el siguiente paso sea inventar y explorar formas políticas que den a la conciencia más oportunidades de oponerse a la  autoridad equivocada.

 * El  relato detallado de la investigación realizada se encuentra en el libro de Stanley Milgram (1980)Obediencia a la autoridad. Un punto de vista experimental, Desclée de Brouwer, Bilbao.

 ** Psicólogo norteamericano (1933-1984), fue profesor de la Universidad de Yale donde realizó sus investigaciones.